Por Alejandro Lodi
«…Así fue que el dios de la guerra, desmoronándose, aplastó la luz de las almas…».
Luis Alberto Spinetta, “La eternidad imaginaria”.
La descalificación de la percepción del otro es una forma de fascismo.
El desprecio por el otro denuncia un excesivo aprecio de sí mismo. Sentirse superior es complejo de inferioridad.
¿Qué puede decir la astrología acerca del fascismo?
El fascismo no es apenas una condición de grupos políticos europeos de la primera parte del siglo XX.
El fascismo se corresponde a un patrón psicólogico latente en cada uno de nosotros: exclusión del otro, culto a la personalidad, creación de una realidad ajustada a la propia subjetividad, concentración y control del poder (no circulación), visión belicista de la dinámica de la vida, fe en el sacrificio y la épica redentora.
El fascismo es una psicosis narcisista colectiva. El fascismo -como el narcisismo- expresa una intolerancia a la diversidad y a la diferencia. Sólo admite lo semejante. Sólo atiende a aliados incondicionales.
El fascismo y el narcisismo uniforman. Para ambos, el otro es conspirativo. Para ambos, el mundo reproduce la voluntad de un único centro fijo: el propio. No hay vínculos y relaciones, sólo triunfos o derrotas absolutas contra enemigos.
La diversidad de percepciones se organiza como una red de conspiración contra la propia percepción, una visión delirante de la realidad que se valida significando el registro del otro como confabulación.
El fascismo sacraliza la figura del líder espiritual o del caudillo político. Un redentor bendito al que se siente más allá de lo humano, providencia divina. El narcisismo deriva en la sacralización de sí mismo. Sentir que se es mejor que el otro, más justo, elegido, santo.
Meditar acerca de la cruz fija del zodíaco abre percepciones respecto al fascismo. En Leo surge la necesidad de definir una identidad con centro en lo propio, en lo que se siente exclusivo y no compartido. Una identidad fija convencida de su dominio sobre la realidad material.
El yo cree que el mundo le pertenece. La personalidad apropiándose de la sustancia vital. Leo controlando Tauro. Desde allí la conciencia se proyecta hacia el futuro: los anhelos y aspiraciones del yo personal, la conquista del mundo externo. Identificada con ellos, la conciencia personal leonina sólo siente ser si logra sus objetivos. La identidad separativa en batalla con la realidad “allí afuera”.
Pero en Escorpio se presenta un desafío: aceptar que todo aquello que cree propio, en verdad, es compartido. La conciencia individual descubre que sus deseos están (y siempre estuvieron) fusionados con otros. El poder circula, desborda toda pretensión de control personal. Lo propio ya no resulta exclusivo.
La vida no responde a centro fijo alguno, sino a una trama de interacciones infinita. La creatividad es una emergencia colectiva sin nombres propios. La vida es Acuario. Nacer a la conciencia acuariana de ser en red supone morir a la sensación de ser individual, separado, exclusivo.
El fascismo -como el narcisismo- representa el intento autodestructivo de resistir la circulación del poder, de aspirar a que la corriente de la vida se condicione a un punto fijo y satisfaga sus específicos propósitos. Mientras que esa pretensión de vivir Escorpio desde el hechizo de control individual de corrientes colectivas no sea percibida como alucinación, la conciencia experimentará los vínculos como luchas de poder, soñando con el momento en que sus anhelos prevalecerán en forma absoluta, con un mundo diseñado desde su voluntad y ajustado a sus necesidades emocionales de importancia personal.
Escorpio representa el portal de acceso a una experiencia amorosa: la visión incluyente de Sagitario como fruto de la pérdida de inocencia leonina. Un sentido trascendente que brota del dolor de ya no ser “yo”.
Se derrumba el muro con el que creíamos proteger nuestra imagen personal del mundo externo y de los demás. Ya no existen fronteras entre el dolor sufrido y el dolor infringido. Los propósitos de la propia existencia se revelan en el imprevisible y creativo encuentro con los otros, en una convocatoria de la vida que parece desbaratar nuestros planes de magna (y acaso mesiánica) proyección en el mundo.
Escorpio revela esa doble circulación entre la imagen de sí mismo y los acontecimientos de destino. Esa doble hélice que forman nuestros anhelos de control y conquista en la sociedad junto con nuestros miedos y complejos personales.
Esa doble serpiente que pone en evidencia para la conciencia que nuestros enemigos exteriores y nuestros demonios internos resultan irreversiblemente correspondientes.
Lejos de toda abstracción, la compasión es muy concreta: sentir lo que siente otro.
Disponerse a renunciar a toda protección ideológica o religiosa y hacer contacto con el alma. La compasión es un muy efectivo disolvente de la sustancia que nutre a nuestro patrón fascista: el miedo.
Cuando se abre el corazón no queda opción. No hay posibilidad de volver atrás.
Debe asumirse el riesgo de responder a lo que se siente y percibe, más allá de toda estrategia política, catecismo religioso o especulación egoica, desafiando eslóganes, relatos afectivizados o encantadores narcisismos.
La compasión disuelve la extraña ocurrencia de que existan dolores que valgan más que otros. Abrir el corazón nos enfrenta al desafío de ser capaces de incluir todo el dolor posible. La mirada inclusiva de la astrología, su esencia de percibir correspondencias entre aquello que parece separado y dividido, puede ayudarnos.
¿Por qué no podemos incluir todo el dolor?
Para responder esta pregunta hay que mirar hacia el propio corazón. La compasión ocurre o no ocurre. En general, nos toma desprevenidos. Y cuando ocurre desborda los encuadres ideológicos, filosóficos o religiosos, denunciando que allí nos refugiamos para sentirnos seguros en alguna verdad ante tanto vacío de sentido.
Cuando se abre la compasión, algunas ideas con las que hasta ahora sentimos cubrirnos de dignidad comenzarán a generarnos una incómoda sensación de impiedad.
La batalla contra injusticias encarnadas por otros, la convicción de que “la vida es lucha externa”, se transforma en percepción de la propia sombra, en la elocuencia de que “la vida es conflicto interno”. Se transparenta la dinámica entre los anhelos de la personalidad y los propósitos del alma. El conflicto entre nuestro discernimiento consciente y nuestro oscuro miedo. El campo de batalla es el propio corazón. El único demonio es el miedo. Disociarnos y proyectar ese escenario psíquico en el mundo externo sólo anuncia tragedias (y advertirnos acerca de ellas ha sido uno de los grandes aportes de las tradiciones espirituales y de la psicología del siglo XX).
El hechizo de la polarización es el hechizo de la separatividad. El hechizo de los bordes y fronteras. Nos refugiamos en esos bordes y en esas fronteras para sentirnos seguros de ser alguien, de no ser como el otro, de ser mejor, distinto, especial. La compasión conspira contra la certidumbre de estar separado de los demás y de ser aparte de la corriente de la vida.
Nada podría resultar más revolucionario que abrir compasión. El único demonio es el miedo, esa sombra en el propio corazón. El miedo repliega, hiela, seca, contrae, controla, captura, lastima, tensa.
El gran desafío liberador y revolucionario al que nos enfrentamos es abrir el corazón a todo el dolor posible.
La mayor compasión que seamos capaces, sin medir cantidades, sin condiciones ideológicas, sin devociones religiosas. Resignar el dulce encanto de sentir que sólo vale (o vale más) el dolor de los nuestros. Tamaña tarea exige agotar la excitación de la polarización y cesar su deliberado estímulo. Renunciar a la excitación por confrontar y observar el propio corazón.
No es necesario ser valiente para repudiar a otro ser humano. Mucho menos para matarlo. El narcisismo es cobarde. La valentía es indispensable para mirar el propio corazón. El sagrado coraje de sentir el conflicto humano en la intimidad de la propia conciencia. La íntima valentía.
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