Crónicas desde el Perú
7° parte: Las líneas de Nazca
Llegamos a Nazca tras 10 horas de autobús nocturno para aprovechar los días que nos quedaban de viaje. A las 6:30 de la mañana ya estábamos registrándonos en el hotel Alegría. Lo primero que hicimos fue ir a contratar un vuelo para ver los glifos desde el cielo.
La consecuencia de ir improvisando sin planificar apenas nada fue encontrarnos con que no había vuelos disponibles. Antiguamente había unas diez compañías que sobrevolaban el desierto, pero debido a los numerosos accidentes de avioneta las redujeron a cuatro.
Ariadna propuso que tal vez podríamos conseguir un vuelo si íbamos directamente al aeropuerto. Así lo hicimos y resultó que encontramos dos vuelos disponibles para esa misma mañana. Cuatro de nosotros podían salir al instante en una avioneta, precisamente para cuatro pasajeros. Los demás debíamos esperar media hora. Ya estamos acostumbrados que aquí el tiempo se relativiza bastante.
Los treinta minutos terminaron transformándose en más de una hora, hasta que pudimos tomar nuestro vuelo en una avioneta de seis pasajeros. Aceptamos y pagamos con prisas para que los primeros cuatro pudieran volar en ese mismo momento.
Los despedimos y Ariadna propuso ir afuera a hacer una canalización mientras nuestros compañeros volaban. Se trataba de abrir allí el tercer portal y solo hacían falta tres personas. Eramos cinco, así que fue perfecto enraizarse y empezar a visualizar.
Yo estaba nervioso. Mi miedo a las alturas volvía a hacer acto de presencia. Siempre dije que yo jamás me subiría en un trasto como aquellos, tan pequeños e inestables. Al ver aquellas avionetas me parecieron casi de juguete. Estaba aterrado por dentro, pero trataba de disimular. Me di el permiso de quedarme en tierra. Los demás respetaron mi decisión.
Era una de las cosas que más miedo me daban en la vida, subir en uno de esos cacharros. Juré una vez de niño que jamás lo haría. Mi mente se debatía en que hacer. Darme el permiso de no volar era algo bello. Por otro lado, había un punto en el que me sentía cobarde por no atreverme. Ariadna me dijo que me concentrara en hacer lo que sintiera más allá del miedo.
Hacerlo para no ser juzgado de cobarde no era una buena cosa. No hacerlo quedándome con la sensación de no ser capaz, tampoco. Se trataba de una elección desde lo más profundo. Pedí una señal mientras mis piernas temblaban.
Era una de las cosas que más miedo me daban en la vida, subir en uno de esos cacharros. Juré una vez de niño que jamás lo haría. Mi mente se debatía en que hacer. Darme el permiso de no volar era algo bello. Por otro lado, había un punto en el que me sentía cobarde por no atreverme. Ariadna me dijo que me concentrara en hacer lo que sintiera más allá del miedo.
Hacerlo para no ser juzgado de cobarde no era una buena cosa. No hacerlo quedándome con la sensación de no ser capaz, tampoco. Se trataba de una elección desde lo más profundo. Pedí una señal mientras mis piernas temblaban.
El ritual con Ariadna y la apertura del portal en medio del desierto me centraron. Me dieron confianza en mi y pude sentir a mi niño asustado acurrucándose en mi corazón. Recordé como tener miedo había sido siempre un signo de cobardes en el mundo en el que me había criado.
Recordé que mostrar debilidad había sido siempre señal de inferioridad. Me acordé de lo importante que fue siempre ser fuerte ante los ojos de mi madre. Mi niño nunca pudo entender que tener miedo es humano y que ser valiente es admitirlo sin vergüenza, desde donde uno está en su sitio, y decidir desde allí qué hacer con ese miedo. Tal vez por eso lo confesé al grupo.
Ellos me ayudaron a sentir que, hiciera lo que hiciera, estaría bien. No me sentí juzgado sino acogido. Ferrán me abrazó y trató de conectarme con mi niño asustado y avergonzado por expresar su miedo, Ariadna me daba la mano y me miraba transmitiéndome toda su confianza, Jaume respiraba a mi lado y Ana sonreía, como si todo estuviera bien por el simple hecho de que así eran las cosas en ese instante: perfectas.
Nos llamaron para el vuelo y mi impulso, fruto del miedo, decidió por mi. Les dije que no deseaba volar. Respiré tranquilo. Los cuatro que se quedaron conmigo en tierra aceptando de forma natural mi decisión y les acompañé al recinto de entrada. Entonces nos dijeron que si yo no volaba debería completarse el vuelo y deberíamos esperar un tiempo indefinido.
Me di cuenta que aquella era la señal que había pedido. Podía hacerlo. Podía vencer mi temor sin dejar de sentir miedo. No quería fastidiar a mis compañeros y eso significaba una razón de peso para impulsarme a hacerlo, a volar con ellos.
La situación era un regalo aunque yo estuviera aterrado. Con la procesión interna que trataba de esconder ante los demás, olvidé que llevaba una navaja en el bolsillo al pasar por el control de metales. Por suerte solamente me la requisaron hasta el final del vuelo sin más preguntas. Yo estaba conectando con todos mis miedos.
Nos llamaron y el piloto nos acompañó a la pequeña avioneta. Despegamos cuando nuestros cuatro compañeros, Alberto, Imma, Gerard y Montse aterrizaban. A mi lado iba Ana, la chica que hizo de mi madre en la constelación familiar en la que sané medio año antes mis conflictos con mi arbol familiar. No existe la casualidad, pensé. Nos habían sentado tras pasar por la balanza.
El orden de los pesos de cada uno nos había situado en el lugar adecuado. Detrás me sostenía la presencia de los dos hombres, Jaume y Ferrán, que no dejaban de animarme. En la cola de la avioneta estaba Ariadna con la cámara, haciendo fotos y disfrutando del vuelo. Solo despegar abracé la mano de Ana.
Era como un símbolo. Mi madre estaba ahí, sosteniendo mi miedo sin juzgarme, sin hacerme sentir débil. Podía ver la sonrisa de complicidad de Ana en cada giro que daba la avioneta para que pudiéramos ver los glifos desde el aire.
Cada vez que la avioneta se ponía de lado sentía que se me salía el alma, pero ahí estaba yo, aguantando el temporal y confiando en abrazar el miedo. Ferrán hizo tantas fotos que al final se mareó y tuvo que vomitar.
Todos estábamos limpiando algo aquel día, en el aire de un espacio inmensamente sagrado. Nazca es mucho más que un desierto. Es un templo al aire libre, un lugar de energía muy especial. Nosotros teníamos el privilegio de poder respirarlo desde el aire. Pudimos comprobar que hay muchos más dibujos y símbolos de los que normalmente se destacan.
Al aterrizar sentí que nacía de nuevo. Nunca fui tan consciente de lo fundamental que es tener una toma de tierra. Ariadna me miró con cariño, el de una mujer, el de una diosa que reconoce a su dios. Yo pregunté por qué y ella respondió que para ella yo era muy valiente.
Tener tanto miedo a algo y enfrentarlo desde donde lo hice, no desde la reacción sino desde el corazón y la conciencia, era para ella signo de gran valentía y me admiraba por ello.
Me dí cuenta de lo que trataba de decirme. Pude sentir todo su amor en una sola mirada.
Entonces pude notar en mi un brote de rabia. Tras el miedo que había pasado salieron mis ganas de golpear algo, un saco, una pared, lo que fuera. Tenía ganas de gritar de rabia. Mi juez interno odiaba todo aquello. En el fondo quería no tener miedo y me culpaba por sentirlo.
Fue una lucha de 10 minutos hasta que pude calmar aquella energía que me pedía violencia. Entendí lo cercanos que están el miedo y la rabia.
Fue una lección más de aquel lugar sagrado, de aquella convivencia en grupo y de todo aquello que emana Ariadna cuando simplemente es y está.
Por la tarde paseamos por el centro de Nazca. Me sentía eufórico. Aún recordaba el miedo y no me escondía de él. Por primera vez podía reconocerlo sin escaparme, sin frustrarme. Lo había mirado cara a cara y estaba bien, me sentía vivo.
Al día siguiente saldríamos para Pisco, una ciudad un tanto peligrosa y conflictiva, donde pasaríamos el cambio de año para trasladarnos desde allí a Paracas, cerrando nuestro viaje con la reserva natural de las islas Ballestas y las playas del pacífico, antes de tomar en Lima nuestro avión de vuelta a Barcelona.
MAS INFO: http://galerialalinea.blogspot.com/2012/01/cronicas-desde-el-peru-7-parte-las.html
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